La crisis se originó en los Estados Unidos, a partir de la caída de la bolsa de Wall Street de 1929 (conocido como Martes Negro, aunque cinco días antes, el 24 de octubre, ya se había producido el Jueves Negro), y rápidamente se extendió a casi todos los países del mundo.

La coyuntura del alza, denominada allí Big Bull Market, descansaba así sobre una base sumamente frágil. Todo el sistema se derrumbó en octubre de 1929, y en pocos días —en cuestión de horas, incluso— las cotizaciones perdieron todo cuanto habían ganado durante meses o, mejor dicho, durante años. Los pequeños especuladores quedaron arruinados y tuvieron que vender con enormes pérdidas, y al cundir el pánico los grandes capitalistas se encontraron también con dificultades.

El 23 de octubre de 1929 las cotizaciones registraron una pérdida media de 18 a 20 puntos, y pasaron de mano en mano unos seis millones de títulos; al día siguiente, nueva caída de las cotizaciones, entre 20 y 30 puntos, e incluso de 30 a 40 para las grandes empresas.

En tan crítico momento, los primeros bancos del país y los corredores de bolsa más destacados intentaron salvar los negocios y reunieron 240 millones de dólares para sostener las cotizaciones mediante compras masivas, y en aquella sola jornada cambiaron de mano trece millones de acciones.

Tan desesperada tentativa produjo solo resultados de carácter momentáneo; el lunes 28 de octubre, se produjo un nuevo descenso de 30 a 50 puntos, y al día siguiente -que pasó a la historia con el nombre de “Martes Negro“- fue la jornada más sombría de Wall Street. El pánico fue absoluto: en pocas horas, dieciséis millones y medio de acciones se vendieron con pérdidas a un promedio del 40 por ciento.

Más tarde, en noviembre, cuando se habían calmado un poco los ánimos, las cotizaciones habían descendido a la mitad desde el comienzo de la crisis de la bolsa, y no menos de 50 000 millones de dólares se habían desvanecido, con lo que quedaron en evidencia la inseguridad y fragilidad de los sistemas financieros.

La quiebra de la Bolsa de Nueva York fue el momento más dramático de una crisis sin precedentes; de todos modos, el derrumbamiento de Wall Street no fue el prólogo ni la causa de la crisis económica mundial: fue solo su más espectacular síntoma.

Los primeros indicios de recesión se dejaban sentir ya en los países productores de materias primas, mientras Wall Street vivía aún en plena euforia, primer síntoma de la falta de vigilancia y prevención de las situaciones cambiantes, por exceso de confianza. La depresión tenía causas múltiples: tras un periodo de fuerte expansión, sobrevino una crisis de coyuntura y adaptación, que podría decirse “normal”, pero que estalló con violencia inaudita. De todas formas aquella crisis “normal” hasta cierto punto, era asimismo estructural, resultado de la guerra y sus funestas consecuencias, tales como la presión fiscal, las deudas de guerra y las reparaciones alemanas.[cita requerida]

La racionalización y las nuevas técnicas industriales y agrícolas contribuían igualmente a la crisis. El aumento de producción por hora trabajada, sin aumentar la mano de obra, es beneficioso para la industria, pero no en todas las circunstancias. Un ritmo de expansión demasiado rápido acarrea dificultades de transición y adaptación. La racionalización del trabajo suprime empleos, y los trabajos disponibles para otros sectores de la producción, al haber desempleo, no pueden adaptarse siempre con suficiente rapidez; por tanto, este problema de readaptación provoca, en la mayoría de los países, un bache importante apenas transcurre el periodo de alta coyuntura. Aparte de ello, las dificultades internas y la inestabilidad de la política mundial impedían entonces la elaboración de cualquier planificación a largo plazo.

La quiebra estadounidense no fue en sus comienzos sino una quiebra de índole bolsística, el brusco estallido y desmoronamiento de un mito creado por los especuladores; no obstante, sus consecuencias fueron hondas y duraderas. Las personas arruinadas a causa del derrumbamiento de la bolsa de valores limitaron sus gastos, los afortunados que todavía disponían de algún capital quedaron atemorizados y se negaban a invertirlo de nuevo, y las fuentes de crédito se agotaron. Las consecuencias de todo ello fueron fatales en general para Europa y en particular para la economía alemana, que dependía casi por entero de los préstamos de los Estados Unidos a corto plazo.

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